Contrariamente al dicho popular “una bofetada a tiempo”, una bofetada siempre llega a destiempo, es el resultado del desbordamiento por parte del adulto ante una situación que genera frustración, impotencia, confusión y difucultades de contención en un momento determinado. La violencia nunca es la opción.
En muchas ocasiones la bofetada es un acto impulsivo, no pensado,que persigue educar, pero no funciona. Frecuentemente aparece la agresión física como una reacción "en espejo" al malestar del niño.
El bebé cuando nace expresa sus necesidades, sus miedos y emociones desagradables a través de rabietas y de descontrol conductual, no sabe hacerlo de otra manera. A partir de experiencias repetidas donde el adulto da respuesta a las necesidades de forma tranquila y pone nombre a las emociones, las personas aprenden a autorregularse y entender qué está pasando. Es decir, el menor no quiere atacar ni retar al adulto, simplemente expresa sus miedos y angustias a través de la conducta y lo que necesita es comprensión, acompañamiento y contención.
La conducta desafiante de los niños y niñas cumple a menudo una doble función: por una parte, es una forma de expresión inadecuada de emociones desagradables del niño o niña y, en segundo lugar, pone a prueba la capacidad de contención del adulto. En este sentido, se aconseja que las figuras parentales puedan mantener la calma, entender qué emociones hay detrás de la conducta, validarlas y ofrecer formas alternativas a la expresión de las inquietudes y angustias. La coherencia, consistencia y claridad de los límites son esenciales para el buen desarrollo de los niños y les ayuda a crecer en un entorno predecible, seguro y de confianza que permite una buena capacidad de autonomía.
Por tanto, una bofetada no deja de ser una reacción impulsiva ante un momento de frustración y debe ser evitado siempre.Es probable que a corto plazo tengamos la impresión de que la agresión física, los gritos, las amenazas y el autoritarismo por lo general funcionan, quizás nuestros hijos dejen de realizar las conductas no deseadas a corto plazo, pero ¿sabemos cuáles son las consecuencias a medio/largo plazo?
Lo que conseguimos es que actúen dirigidos por el miedo, para evitar el castigo y eso se traduce en una identidad negativa, una baja autoestima, una falta de creatividad y en la presencia de miedos y ansiedades.
Por otra parte, la energía y la atención que acompañan a la bofetada y la pérdida de control funcionan como un gran reforzador de la conducta; el niño/a aprende que con aquella conducta "el mundo se detiene", "el adulto solo me mira y piensa en mí" desde el descontrol. Esta mirada actúa como un gran reforzador que acaba consiguiendo justo el efecto contrario: el aumento de la conducta no deseada. Además, sabemos que un niño que ha sido educado con agresividad tiende a reproducir la violencia en otros entornos y a lo largo de su vida, ya que los adultos somos un modelo a seguir para los niños.
Una bofetada es también el fracaso máximo de comunicación entre padres e hijos/as. Cuando la palabra falla, aparece la agresión, la amenaza, la coacción. Y todo esto tiene un impacto negativo en la calidad de la relación que se establece y dificultará la construcción de un vínculo positivo basado en formas de comunicación efectivas que posibiliten la adquisición de recursos y estrategias para hacer frente a diferentes etapas vitales y momentos de crisis a nivel evolutivo.Un vínculo que se ha basado en la violencia dificultará mucho que en momentos como la adolescencia tengamos las herramientas para acercarnos a nuestro hijo/a. En cambio, un vínculo basado en la confianza, la validación emocional y el acompañamiento tendrá un efecto positivo a lo largo de la vida del niño. Si en vez de gritar, o agredir a nuestro hijo cuando se muestra desafiante, validamos la conducta (“veo que estás enfadado...o entiendo que te dé mucha pereza hacer los deberes... o no te gusta perder”), educamos desde las consecuencias naturales de sus actos y en la asunción de responsabilidades (“si no haces los deberes, ¿qué crees que pasará mañana en la escuela?... si no te apresuras llegarás tarde...”) y ofrecemos espacio y alternativas a la conducta (“¿Quieres un rato tranquilo? ¿Buscamos juntos una solución? ¿Te ayudo?) el niño o niña crecerá en un entorno tranquilo, comprensivo, validador que le hará posible la adquisición de una autoestima sólida y de recursos y estrategias adaptativas de gestión emocional e interpersonal.
¿Entonces debemos ser permisivos? ¿Debemos dejar pasar la conducta no deseada? La respuesta vuelve a ser “no”. Los límites son necesarios desde las primeras etapas evolutivas, son el pilar y la estructura básica necesaria para el buen funcionamiento familiar y para garantizar un entorno predecible, aseado, que aporte seguridad y permita la autonomía y la autorregulación. Se aconseja que los límites sean claros, consensuados por el sistema parental de forma previa al momento "caliente" del conflicto, proporcionales y coherentes a la situación y, siempre, deben incluir una experiencia reparadora. Una comunicación sincera, abierta y sin tabúes ayudarán a construir una relación de confianza. Vivimos en una sociedad en la que no se puede compartir el malestar, las vivencias depresivas, los miedos; con unos modelos a seguir a través de las redes sociales que siempre enseñan la mejor cara, que cubren el sufrimiento. Existe una tendencia a evitar conectar con el sufrimiento de nuestros hijos e hijas y la violencia es una buena forma de no verle, de no acompañar. Mientras estamos enfadados, violentos, no sufrimos por el malestar de nuestro hijo/a.
Y sí, sobre el papel todo es fácil, es fácil con la distancia poder escribir y aconsejar sobre cómo educar o no, cuáles son las orientaciones más pedagógicas y que mejor funcionan en psicología. Pero no caigamos en juicios de valor, en prejuicios que generan culpa, vergüenza y sentimientos de ineficiencia a nivel de parentalidad; no funcionan, no ayudan.
No existen padres ni educadores perfectos, como humanos, nos equivocamos y, como humanos aprendemos.
Educar no es fácil, estamos inmersos en un ritmo socio-familiar-laboral frenético, lleno de exigencias (propias y ajenas), con múltiples objetivos laborales, numerosas extraescolares, con padres y educadores que hacen lo que pueden, muchas veces sin poder recibir la comprensión y ayuda que necesitan. En este sentido, ante pérdidas frecuentes de control y conductas parentales caracterizadas por el uso del autoritarismo y la agresión verbal o física es importante parar y pensar, pedir ayuda y poder iniciar un trabajo de acompañamiento de comprensión, de perdonarse y comprometerse con uno mismo para evitar estas prácticas.
Para finalizar, aunque estos momentos de conflicto ocupan una parte importante en nuestra cabeza, por la intensidad de los sentimientos que nos despiertan, realmente suponen un porcentaje menor que los buenos momentos. La parentalidad nos hace crecer, nos permite autopensarnos y regala momentos únicos que nos transforman y que formarán parte de nosotros siempre.
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