¿Pequeños Einsteins?
Inteligencias múltiples, estilos de aprendizaje, estimulación temprana, hemisferios cerebrales predominantes, tiempos de atención… Estas expresiones les suenan mucho a los padres que acaban de salir del 'tour de force' de las visitas a guarderías, colegios e institutos, para preinscribir a sus hijos en su escuela preferida.
Hay escuelas que hacen bandera de fundamentar sus métodos en el funcionamiento del cerebro. Pero neurocientíficos y pedagogos llevan años alertando de que algunos de esos conceptos carecen de base científica. En algunos casos, los experimentos ya los han desmentido e incluso han apuntado a que pueden ser dañinos, si se toman demasiado al pie de la letra.
En general, la distancia entre lo que ocurre en los laboratorios de neurociencia y lo que pasa en las aulas aún es enorme. Las experiencia de la pedagogía, apoyada por estadísticas y evaluaciones, aporta mucho más a la educación. El sentido común de los profesores suele prevalecer. Además, a menudo su interés por la neuroeducación es una señal de las ganas de hacerlo bien. Sin embargo, los expertos lamentan que la comunidad educativa no disponga de una mejor información.
«La neuroeducación seduce a la gente: mencionar el cerebro hace pensar en algo complejo y científico. Se ha invertido mucho dinero en la neuroeducación, pero hay pocas pruebas de que funcione y hay muchos malentendidos al respecto. No creo que entender el cerebro explique algo que no se pueda entender con la psicología y las ciencias del comportamiento», afirma Robert Hood, profesor de psicología del desarrollo en la Universidad de Bristol, que hace tres semanas firmó una carta con una veintena de expertos en el diario 'The Guardian', para alertar del éxito del método de los estilos de aprendizaje, que califica de falaz.
EQUÍVOCOS
«Los laboratorios son sencillos, porque podemos controlar todas las variables, mientras que las clases son complejas», dice Daniel Willingham, profesor de psicología cognitiva de la Universidad de Virginia y asesor de Obama. Según este experto, los equívocos se dan en ambas ramas de la neurociencia: la neurobiología, la disciplina que estudia el circuito físico del cerebro, y la psicología cognitiva, especialidad que toma el cerebro como una caja negra y analiza las reacciones del comportamiento y cognitivas de las personas a ciertos estímulos.
Por ejemplo, los experimentos de psicología cognitiva han demostrado que ejercitarse mucho en una tarea hace aprender mejor. Pero un ejercicio exagerado puede mermar la motivación. La neurobiología detecta estructuras y patrones de activación del cerebro correlacionadas con el aprendizaje. «Pero ¿de qué sirve saber que el hipocampo de mi hijo ha aumentado de dimensiones? ¡Lo que quiero saber es cómo le van sus matemáticas!», bromea Willingham.
IDEAS DESACREDITADAS
No obstante, un estudio llevado a cabo en cinco países en el 2014 reveló que muchos profesores siguen creyendo en ideas desacreditadas experimentalmente: el 49% creía que usamos solo el 10% de nuestro cerebro, el 77% que los ejercicios de gimnasia cerebral mejoran el aprendizaje, el 80% que cada alumno tiene un hemisferio cerebral dominante, y el 96% que se aprende mejor si se recibe la información en el estilo de aprendizaje favorito (visual, auditivo o cinestético).
«La parte positiva de que una escuela se plantee la neuroeducación es que, evidentemente, tiene ganas de mejorar», afirma Héctor Ruiz Martín, biólogo y director de la International Science Teaching Foundation de Barcelona. «Darle más atención a cada niño acaba produciendo una mejora», admite Hood. «Al menos [esas teorías] sirven para no catalogar a los niños en tontos e inteligentes», añade Anna Forés, profesora de pedagogía de la Universitat de Barcelona. «Sin embargo, algunos profesores pueden recurrir sin saberlo a teorías desacreditadas», alerta Ruiz Martín.
OCHO O NUEVE INTELIGENCIAS
El caso más polémico es el de las inteligencias múltiples. Según esta teoría, no existe una sola inteligencia, sino al menos ocho o nueve (lingüística, lógico-matemática, musical, corporal-cinestésica, etcétera). Así, un niño que no destaca en inteligencia matemática pero sí en inteligencia cinestésica (asociada al movimiento), podría aprender matemáticas por medio del ejercicios físico, por ejemplo.
Esta teoría fue propuesta en 1983 por el psicólogo Howard Gardner, de la Universidad de Harward, y se difundió como la pólvora. «Gardner fundamentó su teoría en el análisis de biografías de genios como Elliott, Einstein o Picasso, pero esa no es una demostración empírica», explica Nicole Becker, investigadora en pedagogía y ciencias de la vida en la Escuela de Educación de Friburgo, en Alemania.
En efecto, a medida que se han sucedido los experimentos, en la última década, no se han hallado evidencias de que la teoría funcione. «No se trata de inteligencias, sino de capacidades: el cerebro no trabaja por separado, sino en conjunto», explica Anna Forés. «No hay múltiples inteligencias, sino una inteligencia con varias dimensiones. La inteligencia, la habilidad de resolver problemas, es una habilidad cognitiva, así como la percepción visual, por ejemplo. Gardner la mete en el mismo saco con otras habilidades y talentos», apunta Ruiz Martín.
El problema es que el malentendido puede ser dañino. «Es un error pretender que los niños aprendan matemáticas, por ejemplo, a través de otra inteligencias. Sería como decidir que vas a entrenar tus brazos para correr más rápido, porque tienes las piernas algo débiles. Lo que debes hacer es entrenar tus piernas, que son las que sirven para correr», prosigue Ruiz Martín.
«Sería equivocado decir que las neurociencias no tienen nada que decirle a la educación. Pero la mayoría de los hallazgos son preliminares», afirma Willingham. Este experto cita, por ejemplo, el descubrimiento de Fumiko Hoeft, de la Universidad de California, de que la respuesta a ciertos sonidos en niños muy pequeños predice problemas futuros en la lectura.
Anna Forés cita los trabajos de Fabricio Ballarini, de la Universidad de Buenos Aires, que ha medido un incremento de aprendizaje en los niños si antes de la clase se les expone a elementos sorprendentes que despiertan su atención. Asimismo, cita estudios sobre la importancia del sueño, de la actividad física y del arte para consolidar aprendizajes.
INTUICIÓN
«Por regla general, estos estudios confirman lo que ya sabíamos: está claro que si un niño tiene sueño va a aprender peor», observa Willingham. «Muchos estudios dan la razón a lo que la pedagogía había expresado con su intuición: que para aprender un concepto partimos de lo que ya sabemos; que la implicación hace aprender mejor que la pura escucha; que es importante transferir conocimientos de un contexto a otros; que la clase magistral sirve para ciertos objetivos, pero no para introducir nuevas ideas…», apunta Ruiz Martín.
En algunos casos, los neuromitos se acercan al esperpento. La gimnasia cerebral consiste en una serie de movimentos (gateos, bostezos, maneras especiales de beber el agua) que supuestamente activan y compensan los hemisferios del cerebro. Tocarse la rodilla izquierda con el codo derecho y viceversa influiría en la ortografía. Apoyarse la mejilla en el hombro mientras se estira un brazo, por el contrario, influiría en las matemáticas. Los promotores del programa emplean lenguaje neurocientífico y citan estudios. Sin embargo, desde hace una década, los estudios sistemáticos no han detectado ningún beneficio mesurable importante. Es posible que los beneficios que algunos profesores asocian al programa se deban al sencillo hecho de llevar a cabo actividad física.
LOS NEUROMITOS
Por qué, entonces, los neuromitos de la educación gozan de tan buena salud? «Los estilos de aprendizaje o las inteligencias múltiples han sido criticados, pero profesores y padres los adoran. Te hacen pensar: mi hijo no tiene buenos resultados, pero tiene otros aspectos valiosos», explica Becker. «El 'efecto Mozart' [la teoría según la cual se aprende más escuchando cierta música] se propuso en 1993 en un experimento único, que nunca se replicó. Pero a la gente le encanta pensar que la inteligencia se puede aumentar con acciones sencillas», prosigue.
«Las personas que se hacen profesores quieren cambiar el mundo: por esto les entusiasman las teorías que ofrecen esperanzas», afirma Willingham. «Los profesores deberían tener claro su papel crítico. De la misma manera que un profesor ayuda a los alumnos a desentrañar lo importante de lo no importante, debería aplicar la misma actitud a sí mismo», replica Anna Forés. Willingham considera que los colegios profesionales tendrían que responsabilizarse de proporcionar a los profesores información fundamentada, ya que no se puede pretender que sean todos neurocientíficos. Hood, por su parte, ha fundado una ONG que pretende acercar la investigación académica a los maestros.
«Las explicaciones neurocientíficas parecen ser seductoras. Existe la sensación de que hay muchos avances y promesas. Europa está gastando miles de millones en obtener una mapa del cerebro: pero lograr un mapa no sirve si no sabes qué buscas», observa Hood. De hecho, según Ruiz Martín, el error más frecuente es la extrapolación errónea de la ciencia a la pedagogía. Que una rata poco estimulada aprenda poco no quiere decir que hay que hiperestimular a los bebés. Que los controladores de maletas en los aeropuertos pierdan concentración al cabo de media hora no quiere decir que lo mismo les ocurra a los escolares en una clase. Que Einstein dijera metafóricamente que solo usamos el 10% del cerebro no lo convierte en una verdad incontrovertible.
No obstante, no todo es malinterpretación. Los expertos apuntan a motivaciones más profundas del éxito de los neuromitos. Muchos de ellos esconden una idea: «Que la inteligencia es una habilidad fija, que uno nace con una cantidad de inteligencia determinada o que esa es la que tendrá toda la vida», observa Ruiz Martín. Hay niños lingüísticos y niños matemáticos. Hay niños de hemisferio derecho y niños de hemisferio izquierdo. Hay niños visuales y niños auditivos. Eso es así y no se puede cambiar.
PREJUICIO
Este concepto ha arraigado incluso en la academia: un estudio del 2015 reveló que la idea que la inteligencia es algo innato –se nace brillante o no brillante– está extendida entre profesores universitarios de todas las disciplinas. Significativamente, el prejuicio era mayor en las disciplinas con menor participación femenina, algo que podría estar relacionado con otro neuromito: el de la diferencia radical entre cerebro masculino y femenino.
Esas concepciones resuenan con una idea al alza en nuestra cultura: que la carga biológica de la herencia prevalece sobre el efecto del entorno social, la calidad del medio ambiente o el estilo de vida. «Leí un artículo que decía que ‘la enseñanza óptima requerirá el genotipo completo de los niños para adaptar la educación a los individuos’: me da miedo que la gente piense que si conocemos el cableado de una persona sabremos todo de ella», apunta Becker.
Además de inquietante, esa idea es equivocada. «La neurociencia nos demuestra que la inteligencia es flexible, como lo son casi todas las habilidades de nuestro cerebro. El cerebro es como un músculo: con práctica, se refuerza», explica Ruiz Martín. «Las personas que creen que su inteligencia es fija tienen miedo a fallar, porque demostrarían que no son inteligentes. En cambio, las personas que estiman que sus habilidades cognitivas se pueden mejorar con esfuerzo, se lanzan y aprenden. Es la diferencia entre decir ‘yo no soy bueno en mates’ y ‘yo no soy bueno en mates todavía’», concluye.
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